Subió hasta una pelada colina, donde el aquilón esparce su aliento de escarcha.
A la luna balsámica, rabiosa de brujería, se le caían los cabellos, haces de luz bajo una mortaja de constelaciones.
Por la vereda se oía a la lechuza, que se quejaba de la noche y su desamor con el sol: ¡cómo chillaba su castigo eterno, despojada de fuego, de su feróstica luz!
Allí la esperaba, con la antorcha de Venus prendida en el cielo. Sus ojos eran números; sus suspiros, palabras; su alma un compendio de irrealidades.
Bajo la promesa de una bóveda encendida y asistido por los vientos, el poeta pronunció moribundo:
¡Te echo de menos, alma mía!
Cerró sus atormentados ojos y dejó que poco a poco la dicha envenenada de soledad transformara su cuerpo en una etérea brisa.
Bajó barrancos y desfiladeros y llegó al mar. Sabía la ruta y emprendió el camino. Pronto olerá a tierra mojada por la lluvia, dentro de las tripas de una tempestad. Pronto llegará al encuentro de su amada, que lo espera en la orilla de la tierra de la eterna juventud, juntos para siempre…
¡Te echo de menos, alma mía¡
Para mí, se paró el tiempo, nunca una lágrima tuvo tanto espacio como el infinito de mi espíritu.
Seguiré en la tormenta, y en el viento; soñándote sobre el eco de la almohada.
Sellando epístolas sangrantes, sin remitente ni destino. Seguiré cien caminos; seguiré el de la memoria que te conserva para la posteridad.
Alimentaré tu recuerdo con efímeros anhelos, hasta que en mi último suspiro escapes por fin y te devuelva la libertad.
Te amaré pasen milenios, con la fuerza viva de un temperamento enamorado, sin el ensueño maldito de una hora. Te amaré sin tiempo, porque para mí eres y serás eternidad, y he logrado burlar el destino mil veces y otras mil podré burlar.
Porque una vez navegué en tu sueño y surqué orgulloso tu melena; porque casi muero de frío al quedarme desnudo de piel, ¡solo alma, alma mía!
Que siempre de viaje aún cruza perdida, cada estrella de tu constelación, y arremete contra siglos de silencio… y lucha sola contra un ejército de días. Crueles también los minutos, que antaño se columpiaban en el tobogán de mi sonrisa; y oscilaban por el péndulo carnoso de tus labios.
Por un beso nada más hubiese matado la pena; habría muerto de dicha, por un beso nada más. Porque esta alma ¡alma mía!
En su amanecer te dibuja, con una sonrisa que difuminan las nubes; con esos ojos que me enturbia la lluvia; con tu aliento distante que hurta el otoño, posada donde bebí tu recuerdo antes de partir hacia el sombrío crepúsculo.
Ahora miro, como un tonto, tu fulminante silueta, cada noche de mi vida, en el cielo que con negruras me cobija. Y trazo con vagas conjeturas, la forma esquiva de tu semblante…
Hasta que mi brazo cansado me pida un verso… y otro… y otro más.
Subió hasta una colina baldía, sólo le acompañaba la lechuza, que lo miraba desde el vetusto eucalipto, carcomido de años y silencios.
Allí la esperaba, con la roja pupila de Marte en manos de Orión,
y Selene ensartada sobre las pinzas de Escorpión.
Allí dijo: ¡Lo siento!, sobre la colina que rodea su balbuceo en la nada.
Allí dijo: ¡Te amo!, a los vientos, a la luna, a la montaña lejana…
Allí se hizo poeta, allí murió… Sin Dios, sin su amor… sin nada.
Juan G.Cairós. noviembre de 2008
Poeta de Tenerife, Canarias, España
"Te echo de menos" en el blog del autor: La Mirada Pretérita
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