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"Expectations" - Christophe Vacher

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La mujer del violoncello - Historias de Violoncellos II

Wendy Sutter (Fotógrafo Bill Bernstein)
con el violoncello Amati-Stradivarius, ex Vatican Stradivarius, 
decorado por George Chanot. 


El Cello o Violoncello es un violín bajo de mayor tamaño, que se toca manteniéndolo de pie.  Su tono es rico y sonoro, y sus cuerdas altas tiene una cualidad melódica inconfundible. El cello se adapta perfectamente tanto a la intimidad de un cuarteto de cuerdas como a una orquesta. 

El ex Vatican Stradivarius fue construido por Nicolo Amati como una viola de gamba hacia 1620, transformado en el violoncelo más grande, por Giacomo Antonio Stradivari, discípulo de Amati.  Actualmente está en poder de la cellista estadounidense Wendy Sutter.


El sitio de Wendy Sutter




Música

José Saramago


Grave son de alegría, el violonchelo
Pasa lento en el alma, y en ella vibra:
Murmuremos entonces al cuerpo doble,
A las bocas y manos, a los desmayos,
A las secretas búsquedas que no temen
Ni vergüenza, ni dolor, ni la verdad:
Esto es amor, un arco de alegría
Sobre la cuerda tensa del orgasmo.



*  José de Sousa Saramago (Azinhaga, Santarém, Portugal, 1922 - Tías, Lanzarote, España, 2010), novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués. En 1998 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca destacó su capacidad para «volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía».


* * *

Existe una comunión mística entre el o la ejecutante y el violoncello,  un abrazo que deviene en eternidad.  Las notas de este noble instrumento denotan que no es un algo inerte,  fluye su alma a través de sus cuerdas y se siente la vida.

* * *



La mujer del violoncello

(Un cuento breve de Rafael Belaústegui)


"Me clavó muy hondo su mirada azul. El dodecasílabo estalló desde la protohistoria de mis conmociones, surgido desde algún viejo desván de mi memoria donde había quedado guardada, y se proyectó como una saeta lanzada por alguno de aquellos traviesos Cupidos que, en mi primera juventud, jugaban al blanco con mi corazón con dardos provistos por el carcaj de Amado Nervo o Rubén Darío; o de José Asunción Silva, que me enseñó que era una, que era una, que era una sola sombra larga la mía junto a la amada que no existía, que deseaba.  Anulado todo vestigio de racionalidad por el estímulo de esos dardos clavados en la cuna de mis pasiones, ahora, hoy, aquí, esa mirada azul me devolvió el perfume de todos los pétalos, las volutas impolutas del perfume de las putas, cantados por mí en versos que le ocultaba a mamá cuando era un noctívago pertinaz, cazador en calles oscuras de presas fáciles.  Creo que se ha abierto nuevamente la ventana por donde ingresaban los cierzos insinuando vagas congojas y los frígidos céfiros y las cálidas brisas que silbaban poemas de salutación que escribía para los cumpleaños de mamá y las canciones desesperadas surgidas más allá de los límites impuestos, entregadas a mujeres imaginadas, o representadas en retratos de Ava Gardner o Anita Eckberg o Brigitte Bardot, que escondía entre los libros más altos de mi biblioteca para que no los descubriera mamá. El temblor en el volcán de mi pecho no estaba definitivamente apagado y preanuncia nuevas irrupciones que ahora quisiera destinar a esos ojos que me clavan su mirada azul.

La mujer del violonchelo con el instrumento apretado entre los muslos, interpuesto al sexo, lo que me evita desviar la mirada sin impedir que mi fantasía quiera proyectarse a ese más allá que nunca me será dado, quedate tranquila mamá. Los largos bucles del pelo trenzado caen a lo largo de sus hombros, se desbordan como auríferos torrentes a lo largo del instrumento y yo los recorro una y otra vez para encontrar el quiebre en esa mirada azul.  En el mar de mis tristezas una luna amable riela. Abur! maldita mano del desengaño que deshojaste las margaritas de todos mis pretéritos amores.  Esa mano de porcelana que empuña el arco, esa desgarradora voz humana extraída desde las profundidades de la madera, ese allegro que canturrea en contrapunto con el violín apenas atacan los solistas del Triple Concierto de Beethoven, me está devolviendo los ardientes deseos de antes, las viejas emociones marcadas siempre por la angustia de sentirme menos amado de lo que amaba y restituye ausencias que ahora no podré ya jamás olvidar.  La espera en sufrimiento de estos años ha tocado fondo.  Nunca ninguna mujer había despertado en mí un “coup de foudre”, como el que la rubia del violoncello me ha asestado desde los primeros instantes en que irrumpió ante mi presencia, cuando ingresó junto al director y los otros dos solistas y tomó asiento a la derecha del podio, a pocos metros de la tercera fila de la platea donde yo me encontraba con mamá.

En uno de esos momentos del tutti de la orquesta, cuando los solistas silencian, yo traté de encontrar en el programa el nombre de mi ángel. Supe que se llamaba Otilia y no pude develar en la penumbra de la sala su indescifrable apellido de puras consonantes que suponían una nacionalidad rusa o polaca y aseguraban un infranqueable impedimento para el diálogo amoroso, por lo menos oral, ya que el sutil intercambio de ternuras que permiten las miradas o el inquietante intercambio de presiones digitales, que no me escuche mamá, prometían silenciosas aventuras hasta la frontera de la excitación.  Pocos cruces de mirada fueron posibles en el Adagio ya que su melodía calma y profunda, como las aguas de un lago de alta montaña, convoca a una vigilia de ojos cerrados, ella ejecutando el chelo y yo disfrutando el deleite musical y esa imagen grabada en la membrana de mis párpados. Algo más supe de ella cuando terminó el último movimiento.  Supe que era polaca.  No podía ser más que polaca quien había interpretado el Rondó final con la admirable maestría que habíamos escuchado.  Con el pecho perturbado, entorpecida mi respiración, fríos flujos en mi frente, recibí el corte del aterciopelado telón sobre los demorados aplausos.  A la salida le dije a mamá que me quedaría por la calle Corrientes para comprar un libro.  No le dije La Amada Inmóvil, que mamá cuestionaba por ser “demasiado erótico”. Cosas de madres. “Ninguna travesura, Eduardo” me advirtió. Cuando tomó el taxi, yo corrí a la salida de la calle Viamonte para encontrarme con la mujer que había empezado a amar, como nunca, esta vez sin dolor."


*  Rafael Belaústegui:  nació en Buenos Aires en 1927.  Poeta y narrador argentino, autor de una de las prosas más intensas, conmovedoras y originales de la actual literatura argentina. 

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Adrien François Servais (1807-1866), virtuoso cellista belga
con su Stradivarius 


Liebestraum para cello y piano, del compositor y pianista húngaro Franz Liszt (1811-1886).  Interpreta la Cellista Seeli Toivio junto a su hermano el pianista Kalle Toivio en el Festival Servais 2007,  Basílica de Belgica, June 6, 2007,  concierto en conmemoración del Bicentenario del virtuoso cellista belga Adrien François Servais (1807-1866). 





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"Las distancias tocadas por la gracia vuelven amigos a los extraños."